Orgullo de volar

13/09/2019

Tiempo de lectura: 4 minutos

La campaña Flygskam (Vergüenza de volar) es un buen ejemplo del error conocido como “tirar al niño junto con el agua sucia de la bañera”. De todos los elementos del antropoceno (la energía atómica, la comida basura, internet, la erradicación de la viruela, la emergencia climática, etc.) la aviación comercial es uno de los mejores inventos.

Viajar en avión debería ser un derecho humano, pero todavía está lejos de serlo. En Francia o en España coger el avión es algo habitual, con una media de más de un viaje aéreo por persona al año, pero en Guatemala o Burkina Faso solo una de cada 100 personas, como media, usa el avión como medio de transporte.

En algunos territorios el avión es el único medio de transporte disponible para distancias largas. En la Amazonia, las familias ahorran mucho tiempo para pagar el pasaje en una avioneta que les lleve a la capital del Estado para algún trámite burocrático imprescindible. El tiempo de viaje por tierra puede durar semanas. En Latinoamérica la función más importante de muchas aviaciones militares es la conexión interior de sus inmensos países, pero la disponibilidad de sus aviones está lejos de las necesidades de transporte aéreo de la población.

Desde el punto de vista de la rica y apretada Europa, volar es un trámite engorroso de nuestras escapadas de fines de semana. En Madrid, no se ve raro coger el avión para pasar 24 horas en Praga. Eso son 3.400 km, que con el consumo medio de un avión como el Airbus A320 o el Boeing 737, los más usados para este tipo de trayectos –suponiendo el avión casi lleno– serían unos 400 kg de CO2.

Casi media tonelada de CO2 incrustada en la atmósfera por pasar unas horas vagando entre el Puente de Carlos y la calle Keplerova parece mucho. Como comparación, el usuario medio de un coche emite a lo largo de un año unas cuatro toneladas de CO2, el equivalente de diez fines de semana en Praga. Los usuarios intensivos de coches grandes que además viajan mucho en avión tienen una huella de carbono descomunal.

Con estos datos a la vista, la actuación está clara: ¡prescindamos del coche y cojamos el avión! Para los trayectos terrestres, el transporte público o compartido, la bicicleta o caminar nos permite movernos con una huella de carbono reducida. Tan reducida, que nos sobraría cuota de emisión de CO2 para tomar el avión unas cuantas veces… si estamos boyantes desde el punto de vista económico.

 

Nota 1: Las compañías low cost no salen tan baratas como parecen. Suelen dejarte a cientos de kilómetros de tu destino después de trayectos inverosímiles, como hacer escala en Berlín para volar de Madrid a Londres. Cobran toda clase de extras de manera alevosa, como la célebre penalización por no llevar la tarjeta de embarque impresa. Las low cost son como el fast food comparado con la comida de verdad, y lo malo es que están envileciendo a las compañías aéreas de verdad. 

Nota 2: No todos los trayectos en avión son iguales. En términos de kilogramos de CO2 por pasajero y kilómetro, los aviones regionales pequeños que vuelan distancias inferiores a 600 km son un auténtico derroche. Para estos trayectos conviene coger el tren, que es más cómodo. Pero en trayectos muy largos en aviones grandes, la emisión de CO2 por pasajero y kilómetro se mantiene en unos límites razonables, equivalentes a los de un coche pequeño. Con la diferencia de que el avión vuela a 900 km/h y no a 20 km/h, que es la velocidad media de un coche en la ciudad.

 

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