Necesitamos una ventaja climática

17/05/2023

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Hay una diferencia esencial entre la lucha contra la contaminación del último medio siglo (y antes) y la llamada actualmente “lucha contra el cambio climático”. La pelea contra la contaminación fue ardua, pisó muchos intereses económicos y sociales, pero se fue haciendo porque había un cierto consenso universal detrás. La lucha climática, por el contrario, carece de consenso universal, hay que reconocerlo. Tal como se plantea, es fácil de cuestionar.

Una cosa es planear una reducción a la mitad de la densidad de contaminantes atmosféricos en una ciudad (óxidos de nitrógeno, micropartículas, algo que se puede respirar y a veces casi masticar), y otra muy distinta mantener la subida de la temperatura media global por debajo de 1,5 ºC, las próximas décadas (no ahora mismo). Un objetivo de este calibre requiere una aproximación diferente a la usada para atacar un problema clásico de contaminación del aire, aguas putrefactas o acumulación de basuras.

Como muestran una y otra vez las encuestas, la gente está muy de acuerdo en medidas que hagan más accesibles los productos y tecnologías que ayudan a luchar contra el cambio climático, por ejemplo subvencionar los coches eléctricos y los paneles solares, o abaratar los productos “verdes” a cambio de encarecer los productos dañinos para el medio ambiente. El público está más dividido ante medidas como agrandar los carriles-bici quitando sitio a los coches o gravar con impuestos los medios de transporte más contaminantes (coches diésel, aviones). Y está en contra de impedir el acceso de coches de motor térmico a los centros urbanos, y de los impuestos a la carne y los lácteos o a las energías fósiles para calefacción y agua caliente.

Toda prohibición o aumento de precio de productos asociados al bienestar cotidiano (coche, carne, calefacción) es considerada muy negativamente por un amplio sector de la población, que podría ser de dos tercios, sumando los declaradamente en contra y un porcentaje de los que no se pronuncian en las encuestas. Existe una cierta sensación de que el estado se está metiendo hasta la cocina y hasta en la ducha, dictando cambios en nuestros estilos de vida que van siempre en la dirección de imponer restricciones.

Si volvemos al objetivo de estos supuestos recortes de nuestro bienestar, volvemos al concepto, difícil de encajar en nuestra vida cotidiana, de limitar la temperatura global en uno o dos grados. Ante un episodio de contaminación en una ciudad, todo el mundo entiende medidas tan drásticas como permitir la circulación únicamente de los coches con matrícula par, pero esto es más complicado.

Pero junto al catastrofismo climático y al negacionismo climático puede haber una posibilidad: la ventaja climática. Es un concepto que utilizan las empresas, en el sentido de adelantarse en tomar acciones por el clima, pero también es útil para nosotros, los del pueblo llano, en un sentido diferente.

Consiste en actuar, ante la amenaza diferida y potencialmente apocalíptica del cambio climático, tomando medidas amplias y eficaces aquí y ahora, de las que podamos sacar partido y aprovecharnos aquí y ahora. Estas medidas no deben suponer merma de la calidad de vida de las personas, sino al contrario, deben mejorar la vida de la mayoría.

Por poner un ejemplo de actualidad, no sirve de mucho prohibir las calderas de gas. Es mucho más eficaz establecer un programa de ayudas a la instalación de calderas y bombas de calor eléctricas, liderado por los instaladores del sector y de acuerdo con la industria.

Dinero y organización son importantes, pero lo más importante es el consenso social, la costumbre que, entre otras muchas cosas, nos dice que tirar comida o escupir en la calle está mal. Lo que nos enseñaron nuestras abuelas, lo que viene a ser la cultura.

Cuando se planteó la eliminación de las calderas de calefacción de carbón, todo el mundo pensó que era lo más conveniente, aunque supusiera gastos y molestias. La carbonilla encima de la ropa tendida era un recordatorio bien visible de la necesidad del cambio. Las lámparas de incandescencia quemaban tras un par de minutos encendidas, se apreciaba bien la idea de que derrochaban energía produciendo calor en vez de luz.

Pero la caldera de gas parece limpia y moderna, su contaminación es invisible. No parece haber mucha ventaja en instalar una versión eléctrica. Pero el caso es que sí la hay: la electricidad es todavía más limpia que el gas, no hay ningún fuego encendido en ninguna parte de la maquinaria, se puede regular más afinadamente que el gas, el abastecimiento del “combustible” eléctrico no depende tanto de lejanos conflictos internacionales. Si la electricidad es renovable, su precio puede reducirse y la seguridad de abastecimiento mejorar mucho.

Por cierto, además, ayuda a combatir el cambio climático, otra gran ventaja que veremos a medio plazo. Esta argumentación se puede contrastar con otra, que se podría llamar “de desventaja climática”: “Prohíben las calderas de gas, y ahora me tengo que gastar una pasta en una eléctrica”.

Se puede hacer una comparación con los teléfonos móviles. Nadie planteó nunca prohibir los teléfonos fijos, pero ahora son un trasto inútil en la mayoría de las casas y en muchos negocios. Sencillamente, los móviles tenían muchas ventajas, tantas que ahora hay 7.000.000.000 de smartphones, aproximadamente uno por cada ser humano. La idea general es esa: si se le pide al personal que cambie algo de su vida, la alternativa debe ser mejor y percibida como mejor.

Jesús Alonso Millán

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